Una Ética femenina orientada por el principio de reciprocidad
Una Ética femenina orientada por el principio de reciprocidad
Por Erick Guillermo Aguilar Barahona
La lucha por la igualdad de género,
como cualquier otra que persiga un verdadero cambio en la hegemonía del orden
social, debe contar con una propuesta ética fuerte que la respalde. En el caso
de la ética femenina, lo esencial es que juegue en ella un papel importante la
experiencia de la mujer, desde su papel histórico de subordinación en relación
con el hombre y, también, desde la experiencia misma de la moral. Al no contar
con una formulación ética original que marque el rumbo hacia un mundo más justo
y digno para todos, los logros aparentemente conseguidos serían en la forma de
un “relevo” de las mismas viejas estructuras sociales fundadas en la visión de
la ética que propició la opresión original. Es de particular interés notar que
algunos movimientos feministas llaman a las mujeres a adoptar actitudes
asociadas con el rol del hombre, a pesar de tratarse de los mismos elementos
problemáticos que han ayudado a perpetuar el carácter intrínsecamente
discriminatorio de la sociedad. No sirve, pues, una ética que solo posibilite
“dar vuelta” a la situación, colocando a sujetos femeninos en los papeles que,
desde siempre, han estado reservados para los hombres. Nancy Fraser, por
ejemplo, señala que algunas corrientes del feminismo moderno adolecen de una
orientación más bien ambigua, pues han confundido los ideales emancipatorios de
sus orígenes con aquellos valores que priman en el mundo neoliberal.[1]
Esta observación, sin embargo, no causa mayor sorpresa si consideramos que el
movimiento feminista estuvo presente durante los principales cambios culturales
a lo largo del siglo XX, coincidiendo incluso con muchas de las corrientes
teóricas que los motivaron.[2]
Fraser toma postura en contra de la
corriente feminista mayoritaria que, fundada en los valores de una ética
liberal, está orientada en la persecución de la igualdad entre hombres y
mujeres.[3]
El problema es que el afán universalizador de esta noción de igualdad se
enmarca en el contexto específico de un mundo configurado históricamente según
el estándar de la masculinidad. El resultado no es más que un desplazamiento
social; una apertura de los campos de acción intrínsecamente masculinos,
habilitando a las mujeres para ejercer roles más activos pero sin llegar a
admitir lo “femenino” en sí mismo, es decir, que no pasa por legitimar la
diferencia específica de las mujeres o el invisibilizado rol que éstas han
desempeñado históricamente, y tampoco hace nada por reparar las diferencias
artificiales producidas por la relación de subordinación entre los géneros. Una
ética capaz de problematizar adecuadamente estas dificultades debería partir de
una crítica radical de la cultura y de sus productos teóricos. No basta la
extensión de un proyecto ético ya existente con un apéndice sobre la condición
femenina para superar la desigualdad sobre la que el proyecto mismo se ha
construido.
Para Rubí de María Gómez Campos, la
propuesta de una igualdad liberal
para enmendar el problema de la desigualdad es, a su vez, problemática, porque
los valores del modelo social masculino no son aplicables al sujeto femenino;
dicha igualdad niega la diferencia entre hombres y mujeres.[4]
La diferencia de la que se trata aquí no es un producto de posturas
esencialistas que pretendan respaldar una jerarquía de la moral en la que hombres
o mujeres resulten superiores a su contraparte.[5]
Se trata más bien de una diferencia determinada por la experiencia social e
histórica que generalmente ha sido pasada por alto en las construcciones éticas
androcéntricas que nos presentan una idea unilateral del ser humano. El
reconocimiento de la diferencia es indispensable para establecer una identidad
femenina que no esté dada por valores que le son impuestos por su relación con
lo masculino. Para la autora, la solución al problema de la desigualdad, sin
comprometer el principio de universalidad ética, consiste en “determinar el
principio regulador de la relación entre los sexos”.[6]
Y, en vista de que dicha relación no queda justamente definida por la igualdad
o la diferencia, el concepto que mejor acierta en definirla es el de reciprocidad.
Son muchas las ventajas de aceptar la reciprocidad,
y no la igualdad, como principio integrador de los polos masculino y femenino de
la humanidad. En principio, se pone en evidencia que la verdadera emancipación
femenina no se detiene en su mera inclusión al ámbito público de la sociedad
(aunque tampoco está mal, dada la dificultad del proyecto, pero de manera
provisional) sino que se extiende hasta la desestructuración del modelo
masculino que impone sus propios valores de manera indistinta sobre hombres y
mujeres. Este nuevo modelo, equilibrado por el reconocimiento mutuo que
posibilita la reciprocidad, ubica la lucha por la emancipación de la mujer en
el sitio que le corresponde en la línea, más general, de la emancipación de la
humanidad. No solo la relación entre lo femenino y lo masculino debería verse
mediada por algún tipo de reciprocidad, sino que ésta tendría que jugar un
papel fundamental en las relaciones de cualquier tipo entre seres humanos. Así,
una ética femenina de este tipo no queda limitada a la problematización de los asuntos
que atañen directamente a la mujer, sino que integra también a todos aquellos
que, de una u otra manera, son victimas de la injusticia de los valores
tradicionales de nuestra sociedad.
[1] FRASER, N. «How feminism became
capitalism's handmaiden - and how to reclaim it». The Guardian [en línea]. 2018. https://www.theguardian.com/commentisfree/2013/oct/14/feminism-capitalist-handmaiden-neoliberal [Consulta: 23 de oct. 2018]
[2] GÓMEZ CAMPOS, R. El feminismo es
un humanismo. Barcelona: Anthropos Editorial, 2013, p. 76
[3] FRASER, N. Fortunas del
feminismo. Madrid: Traficantes de sueños, 2015, p. 13-14
[4] GÓMEZ CAMPOS, op. cit., pp. 143-144
[5] Cfr. GRIMSHAW, J. «La idea de una ética femenina». En: SINGER, P. Compendio de ética. Madrid: Alianza,
1995, pp. 655-666
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